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Del amor y otros demonios – El amor es como la lluvia

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I

Lo despertó el repiqueteo de las gotas de lluvia en la ventana. Sin abrir los ojos se quedó en la cama, escuchando, expectante. Creo que es hora de comprar un paraguas, pensó. Desde que llegó a la Ciudad de México hace dos años, jamás había concebido la idea de que era necesario comprar uno, además porque de donde venía casi siempre había sol, a excepción de los veranos, cuando una simple llovizna podía convertirse en huracán. Él consideraba que tener una de esas cosas era un “gasto innecesario”. Calculador y frío con sus finanzas desde que dejó a su familia en la costa del Caribe, Bruno Herrera se levantó con la firme decisión de que después de la escuela pasaría a la tienda que estaba a dos calles de su casa a comprar el tan necesitado paraguas.

Ese lunes de lluvia no terminó hasta las cuatro de la tarde, hora en la que Bruno llegó frustrado y mojado a su casa. Después de ponerse ropa seca, salió más decidido que nunca a conseguir lo que hubiera impedido que caminara únicamente por debajo de los techos de las casas y negocios. Al llegar a la tienda se limpió los pies llenos de lodo y entró. Hola, ¿puedo ayudarte?, preguntó la chica que estaba detrás del mostrador. Bruno no pudo dejar de notar que era muy bonita y que sus ojos miel combinaban perfectamente con su cabello castaño. Sí, busco un paraguas, contestó algo turbado. Con muy poco esfuerzo la chica puso una caja sobre el mostrador. Como ha llovido mucho últimamente, éstos son los únicos que quedan, dijo ella. Había uno verde, que a leguas se notaba era chino, uno de cuadros escoceses, uno guinda y uno de su color favorito: blanco. ¿Un paraguas blanco?, preguntó Bruno. Ah sí, venía con los chinos, contestó divertida la chica. Se me hace raro, nunca había visto uno. Seguramente esos chinos no lo pintaron como todo lo que hacen. Mmm… bueno, me llevo el blanco… Son 30 pesos. Al darle las tres monedas de $10 sintió que sus manos eran tan suaves que no entendió por qué atendía aquella tienda. Le agradeció a ella y a los chinos por no haber pintado su nueva adquisición.

Paraguas en mano, salió burlándose de la lluvia y pensando en la sonrisa de la chica.

II

Más tarde, decidió salir a combatir a la lluvia, una excelente excusa para estrenar su preciada y blanca posesión. Debajo de su paraguas podía ver las gotas estrellarse y rodar cuesta abajo hasta caer rendidas a sus pies. Así, Bruno Herrera caminaba por la calle, presumiendo su paraguas y pisando uno que otro charco hasta que la vio: ¡Jesús, María Santísima y toda la corte celestial! La chica de la tienda… ¿Era ella? Se acercó más, estaba sentada en la banqueta dejando que la lluvia mojara su cabello. Sí, era ella y estaba llorando.

Bruno tembló. Resolvió acercarse más. ¿Estás bien?, preguntó nervioso. Ella levantó cara, sus ojos mostraban una profunda decepción y parecía que sus lágrimas no tenían fin. Se frotaba los ojos como queriendo detener su llanto, trataba con todas sus fuerzas de arrancarse las lágrimas con las yemas de los dedos, pero seguía llorando. Por su parte, Bruno Herrera no tenía idea de qué hacer, las mujeres nunca habían sido su fuerte. Se sentó a su lado sosteniendo el paraguas entre ambos para que ella no se mojara. Esperó. Finalmente, ella habló. La vida puede llegar a ser tan cruel, dijo. Ella le contó que hacía un año exactamente su madre había muerto víctima de un asalto. La chica no entró en detalles, pero igual dijo que su padre tardó mucho tiempo en recuperarse y para cuando quiso rehacer su vida, había perdido su trabajo y la tarjeta de crédito se había tomado varios cafés con las tasas de interés, llevándose consigo la casa y los tres coches del año. No éramos ricos pero vivíamos bien. Ella no se quejaba pero sufría por no poder ayudar más a su papá. Papá que puso la tienda y tenía dos trabajos, Papá que no aparecía en la casa hasta pasadas las once, Papá que no podía pagar la universidad.

Bruno la escuchó por casi una hora y la hubiera escuchado más si no fuese porque empezó a llover más fuerte y el paraguas blanco, que había sido diseñado para dos chinos (flaquitos y cabezones), no se dio abasto y las gotas ahora se confundían con las lágrimas de la desconsolada chica que tenía a su lado. Él se levantó. ¿Quieres que te lleve a tu casa?, preguntó. No, gracias, aún tengo fuerzas para correr. Él le dijo que absolutamente todo en este mundo tenía solución. Excepto la muerte, agregó. Eso lo aprendí de la manera difícil, contestó ella. Hay una cosa que no me has dicho todavía… ¿Qué es? Tu nombre. Me llamo Jimena, Jimena Ibarra. Se despidió con una sonrisa, le agradeció por escucharla y se alejó corriendo. Él la vio serpentear los chorros de agua para después meterse en una casita con ventanas enrejadas.

Bruno se quedó parado, contemplando la calle vacía, aún sostenía su paraguas blanco en la mano derecha. Jimena… Lindo nombre para tan bonitos ojos. Esos ojos son un misterio, pensó. Claro que para entonces ya creía en el amor a primera vista.

III

El sabor de su nombre era dulce, decidió Bruno. Esa noche él lo repitió varias veces en su cabeza hasta que se quedó dormido maquilando entre sueños cómo podía ayudar a Jimena. Resolvió que la vería de nuevo y la llevaría por un helado. La gente común hace eso ¿no?, creo que la hará sentir mejor, siguió divagando… ¿El plan para mañana? Pasaría a la tienda a verla.

IV

Amaneció y de nuevo llovía. Bruno Herrera no tenía de qué preocuparse porque ahora su paraguas lo protegía, así que la lluvia no lo podía vencer hoy. Cuando se disponía a salir de su casa para ir a la escuela, no halló por ningún lado el paraguas blanco. ¿Dónde rayos está?, pensaba desesperado. Estoy seguro que lo dejé a lado de la puerta. Revolvió la casa de arriba a abajo y como se hacía tarde salió de nuevo indefenso, culpando a la lluvia y a los chinos.

No tenía más remedio que comprar otro. Por la tarde regresó a la tienda del papá de Jimena. Al abrir la puerta se encontró con un señor bigotón, quien supuso era su padre. Pues no se parecen mucho, comparó Bruno. ¿Te puedo ayudar en algo?, habló el bigote. Vine aquí ayer a comprar un paraguas pero hoy por más que lo busqué no pude encontrarlo así que vengo por otro. Pero chico ayer no abrimos, dijo desconcertado el bigotón. Ayer vine y me llevé un paraguas blanco, me atendió Jimena, explicó Bruno a la defensiva. ¿Cuál Jimena?, preguntó sorprendido el señor. ¡La chica que estaba aquí ayer! Oye, ya te dije que ayer no abrimos, además en mi negocio nadie me grita así que te voy a pedir que te vayas.

Bruno Herrera salió de la tienda, decepcionado y triste. No sabía qué pensar. ¿Lo había soñado? No se considera a sí mismo con una imaginación tan vívida y creativa. ¿Me habré pegado en la cabeza? Un pensamiento le llegó atropelladamente: ¡la casa! Corrió lo más aprisa que pudo, dio vuelta en la esquina de su propia calle y encontró la vivienda de las ventanas enrejadas. “Embargada” decía una etiqueta naranja. ¿Es en serio? La casa parecía abandonada de meses atrás. Cómo es que estuviste tan cerca y tan lejos de mí. El agua le mojaba lentamente la frente. Lloviznaba. Volteó al cielo sólo para comprobarlo. Entrecerraba los ojos para ver mejor. El amor es como la lluvia: cae del cielo sin avisar. Y yo, yo ya no creo en los paraguas.


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